jueves, 27 de mayo de 2010

Charles Darwin y el amor



El 2 de octubre de 1836 el Beagle, bergantín de la Marina Real Británica dedicado a la investigación naval, arriba al puerto de Falmouth, en el sur del Reino Unido. Durante cinco años ha recorrido el mundo en una singladura con escalas en distintos puntos de la costa sudamericana (Bahía, Río de Janeiro, Valparaíso, Lima…) para después, desde las islas Galápagos, tocar la costa australiana (Sydney), y posteriormente alcanzar el sur de África, y de nuevo Bahía tras atravesar el Atlántico, para emprender desde ahí el retorno a Inglaterra. Cinco años… Cae la tarde y los hombres que han participado en la expedición se despiden calurosa y ruidosamente, hay risas, abrazos y lágrimas. Uno de ellos se aparta ya del grupo y se encamina hacia un carruaje que le espera. Este hombre tenía apenas 22 años cuando partió cinco años atrás, era un joven inseguro y dubitativo que aún no sabía qué hacer con su vida; tenía, eso sí, la suerte de pertenecer a una familia bien situada. Para contentar a su padre, que era médico de reconocido prestigio, había iniciado la carrera de Medicina, pero hubo de dejarla al ser incapaz de soportar la sangre y el sufrimiento: el hecho de presenciar una operación (en aquella época aún no se utilizaba la anestesia) le dejó traumatizado de por vida. Fracasó también en el intento de estudiar Derecho (le resultaba insoportablemente aburrido) y finalmente terminó graduándose en Teología. De no haber surgido aquella oportunidad, la oportunidad de participar en la expedición del Beagle, su vida habría sido la de un gris y anodino clérigo rural. Pero había sucedido aquello, se había embarcado, habían tenido lugar esos cinco largos años, había conocido el mundo, había visto tantas cosas, había observado, había recogido especimenes, fósiles, muestras, notas… había pensado, inferido, meditado en largas horas de soledad intentando superar las náuseas y mareos que le provocaba el viaje en barco, se había internado en selvas y lugares recónditos arrostrando mil y un peligros, había percibido la inabarcable diversidad de la vida en todas sus facetas... Ahora, de vuelta ya en Inglaterra, seguía siendo un hombre tímido e introvertido, pero seguro de sí mismo, y tenía claro a qué iba a dedicar su vida, que no era a otra cosa que al estudio de sus colecciones, de cuanto había recogido en su viaje, de cuanto había observado, iba a ser una vida dedicada al estudio. Este hombre era Charles Darwin: veintitrés años más tarde, en 1859, iba a publicar una obra que constituye un hito para la ciencia: “El origen de las especies mediante la selección natural o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.” Una obra que, unida a los estudios genéticos del monje Gregor Mendel con sus guisantes, supone la base ineludible para todo el desarrollo posterior de las ciencias de la vida.

Pero en la vida de este hombre aparentemente tímido y nada romántico, que se plantea, a los pocos años de regresar de su viaje, una vida retirada dedicada al estudio, que sopesa con 28 años la posibilidad de contraer matrimonio como un trámite por el que hay que pasar tras estudiar calculadamente las ventajas y desventajas que ello puede conllevar, que incluso cínicamente llega a escribir una notas diciendo que tener una esposa puede ser mejor que tener un perro por “los encantos de la conversación frívola femenina y de la música, cosas buenas para la salud, pero menuda pérdida de tiempo”… en la vida de este hombre iba a haber también espacio para el amor: inesperadamente se enamoró de su prima Emma Wedgwood: su cinismo misógino se acalla para siempre, la pasión amoroso se apodera de él, no duerme, se desespera por verla, el tiempo que está con ella se le hace tan breve, sólo anhela desesperadamente casarse con ella, le envía apasionadas cartas de amor; todo ello queda registrado en su diario, donde escribe: “Creo que me vas a humanizar, creo que existe una felicidad mayor que la de tejer teorías y acumular hechos en silencio y soledad… Qué pasa por la mente de un hombre cuando está enamorado… es un sentimiento ciego…” Se casaron, Darwin disfrutó de una vida familiar plena, tuvieron diez hijos, fue un padre cariñoso y extraordinariamente atento con sus hijos, aunque tambiénb le tocó vivir momentos muy amargos como la pérdida de su hija Anne con diez años por enfermedad.

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